Prólogo:
Me levanto, como cada día, a las 6 de la mañana. Me
voy al baño a lavarme y cuando me miro en el espejo, veo lo mismo de los
últimos años una mujer de 42 años, con
el pelo cada vez más rubio para disimular las canas y con las arrugas de edad y
expresión que ni siquiera las cremas más caras conseguirían borrar.
Que no se me malinterprete. No es una escena que me
deshaga en lágrimas, pero me saca una sonrisa amarga al recordar que ya no
tengo esos 20 años tan dulces.
En seguida voy a planchar lo poco que queda del traje
de mi marido mientras él termina de acicalarse y luego voy “corriendo” a la cocina a prepararle el
desayuno a mi familia, que suele consistir en un zumo de frutas, un poco de pan con mantequilla o mermelada,
cereales, algún bollo o similar, y por supuesto, la leche y el café.
Mi marido siempre es el primero en bajar (porque
tiene que salir antes de casa para llegar a tiempo a la oficina). Desayuna
viendo las noticias matinales y se despide dándome un beso y deseándome los
buenos días con una sonrisa fugaz.
Sobre las 7:30 suelen bajar mis hijos, recién levantados,
para luego irse al instituto y a la universidad. El mayor tiene 22 años ya y va
por el último curso de su carrera: periodismo; el pequeño tiene 14 y va a 2º de
la E.S.O. todavía. El año pasado tuvo problemas con el curso y tuvo que
repetir, pero parece que ya está más centrado.
Una de las tradiciones que aún mantengo con el
pequeño es que mientras desayuna me cuenta su sueño. Lo hacía también con el
mayor pero “ya ha crecido demasiado para esas cosas”. Espero que mi niño del
alma no cambie nunca de idea.
Como el mayor se sacó el carnet de conducir hace dos
años (obligado por mi marido y su insistencia, porque mi hijo se negaba a
ello), ahora es él el que se encarga de llevar al pequeño al colegio.
Cuando ya se han ido todos, recojo el desayuno y
(excepcionalmente durante esta semana
) me voy a cuidar al hijo del vecino, que se ha puesto enfermo
y no pueden dejarlo en casa de nadie más, hasta más o menos las 12 de la
mañana, que es cuando llega la madre , de un turno nocturno en una empresa de
limpieza.
Vuelvo entonces a casa y preparo la comida. Limpio un
poco la casa y espero en el sofá, leyendo hasta que llegan mis hijos. Comemos
los 3 mientras hablamos de qué tal les ha ido la mañana y el mayor vuelve a
llevar al pequeño a las extraordinarias (entre el deporte, la música y el
inglés tenemos al chico bastante ocupado).
Cuando el mayor regresa de dejar al pequeño, regresa
a casa y sube a su cuarto a estudiar y hacer trabajos para, sobre las 5 de la
tarde, ir a una oficina a hacer prácticas a una oficina. El pequeño suele regresar
a casa sobre las 6, en el autobús esta vez y se va a “hacer los deberes”.
En ese rato suelo hacer más tareas de casa, como planchar,
barrer, coser… hasta las 8 más o menos, hora en la que suele llegar mi marido a
casa con un beso y un “Hola, cariño, ¿qué tal el día?”.
Los dos juntos nos ponemos a preparar la cena, mientras me cuenta
qué tal le ha ido el día a él (tras un breve comentario por mi parte de lo poco
que ha cambiado en mi día a día).
Cenamos los tres juntos, viendo algún programa en la televisión
que haya a esas horas y damos las buenas noches al pequeño, que regresa para “seguir
haciendo deberes”. Nosotros nos vamos a nuestro dormitorio y continuamos viendo
la tele (o alguna serie que tengamos por ahí pendiente), hasta las 23 o así, que
es la hora en la que suele venir el mayor, que entra en el cuarto a saludarnos,
a darnos dos besos y las buenas noches. Él se va a cenar (si no ha cenado ya con
los compañeros) y nosotros a dormir.
Hasta la mañana siguiente, que se repite en un mismo orden
de monotonía.
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