viernes, 24 de enero de 2020

Cuando se acaban las palabras.

Y se les acabaron las palabras. Sin más. De repente. Bueno, no del todo. No de repente.
Solo que ya se habían contado todo y no tenía sentido seguir hablando, (si lo que querían no era hablar).
Y por tanto, como no tenía sentido de otra forma, callados estaban.

Se miraron. Pero no de frente, no indiscreto, sino que lo hicieron de reojo. Primero él, y cuando creyó que ella lo hacía, retiró la mirada. Sólo quería averiguar en qué pensaba ella (en todo o en él).

¿Y ella? ¿Qué pensaba ella? En realidad, no pensaba nada (o pensaba sin saberlo, en él). Ella sólo intentaba reunir valor para acercarse un poco más a él. Rezaba porque se diese cuenta de todas las señales que le lanzaba. Los roces despistados de su pierna con la suya, las caricias perdidas en sus hombros al quitarle una "no sé qué es esto" (posiblemente algo inventado), las sonrisas en los silencios, las caídas de párpados mirándole fijamente...

Y al ver que no había valor para nada, que rezar no servía en absoluto y que las palabras se habían acabado, se acercó a él y le besó en la mejilla, dispuesta a despedirse hasta un nuevo intento.
Cerró los ojos para disfrutar del momento, de su olor único, del calor particular de su piel; para disfrutar, en definitiva, de él.
Lo hizo despacio, sí, para hacer largo ese instante. Convertirlo en eterno, si pudiese.

Y al alejarse y abrir los ojos, vio su mirada clavada en sus labios y supo lo que tenía que hacer. Dejarse desaparecer en ese beso infinito.