Comentario previo de la Señora Ex-Carmen(A)tada.
Recuerdo que esta "micro" historia la escribí para una novela que tengo empezada desde los 12 años. Recuerdo perfectamente que al terminar de leerla dije "estoy hecha toda una artista" y la colgué en mi antiguo blog.
Hoy en día le encuentro muchos fallos y la historia que comencé hace tanto tiempo ya no tiene prácticamente nada que ver con lo que es hoy, pero aún así, esta historia no deja de gustarme menos.
Aún más curioso encuentro esto ahora, cuando encuentro una metáfora de mi vida en lo que escribo (mientras que en aquellos años ni siquiera se me habría pasado algo tan bien disimulado).
Y la buena noticia es que a penas ha sufrido modificaciones al trascribirla.
Puede que algún día la leáis en alguno de mis libros.
Traicionada.
Recibí aquel mensaje a las tantas de la noche. Rara vez dormía al preludio de una batalla, pero eso no implicaba que se me pudiese estorbar por tonterías. Quizás precisamente por eso mismo, el soldado que trajo la carta sudó mucho antes de hacerlo. Creo que incluso estuvo parado frente a la puerta de la tienda antes de hacer lo que se le había ordenado.
Él había regresado.
Amor, odio, pasión, celos... ¿Cómo puedo describir lo que sentía hace unas horas si ni siquiera estoy segura ahora, después de todo? El efecto que siempre me ha hecho despertar.
Sin duda sentía amor por él, hacia él. Por fin volvía a estar conmigo tras mucho tiempo separados... Le amaba y le amaba sólo a él, deseando, soñando a cada momento con tenerle otra vez a mi lado. Cerré los ojos, recordando el vacío que había en mi pecho desde su marcha. Cerré los ojos, desando que todo hubiese sido un sueño y que él no volviese a mi. No otra vez. No para marcharse de nuevo.
Pero el odio, que como un veneno se extendía sobre mi piel, tan a menudo que ya casi no encontraba la diferencia entre mi estado y la ponzoña, no tardó en surgir desde mi interior, gritando algo que yo creía justicia.
Recordé la traición que le había empujado a separarse de mi; aquel abandono sufrido que me había arrancado el poco alma que podría quedarme. Yo le entregaba el mundo y él decidió salvar a los débiles, como si ellos se hubieran preocupado de nosotros cuando la balanza se encontraba en el otro lado. Quise convertirle en el Rey de nuestro Imperio y él decidió abandonarme por la plebe. Por una plebe que le escupirá en la cara en cuanto vuelva a tener poder; por unos seres más ruines de lo que yo jamás podré ser a pesar de todo lo que cargo a mis espaldas.
Nada más recordarlo, apreté los dientes para no gritar de dolor, de ira, de frustración, de abandono. Apreté los puños, preparándolos para descargarlos sobre cualquier cosa que me disgustase... aunque fuese la misma Diosa de la Guerra la que entrase por las cortinas de mi tienda, no sobreviviría. La decisión estaba tomada. Nunca una vez más volvería a hacerme eso.
Pero no fue Ella la que sació mi apetito de venganza. Ni ninguna otra figura pudo hacerlo. A pesar de todo lo que hubiese deseado, tuvo que entrar él. Tubo que llegar él. Y volví a abrir los puños y a recuperar la calma. Había llegado mi veneno y su antídoto, concentrado en un mismo frasco.
Me obligué a tranquilizarme. Respiré hondo, contando las pulsaciones de mi corazón agitado, hasta que las frené: uno, dos, tres, cuatro... Sentí que mis dientes ya no podían estar apretados, mi mandíbula dejaba de estar tensa. Se me escapaba la ira, la fuerza.
Intenté sonreír a mi amor, frente a mi, pero sólo conseguí una burda mueca... que nada se asemejaba a lo que pretendía, a aquel gesto que algún día tiempo atrás le enamoró.
Ahora que estaba más relajada, pude sentir otra cosa más... pasión. Pasión por mi corazón, devuelto a su pecho, recordando todas las noches juntos, todos los besos, las caricias, todos los abrazos, las sábanas, los rincones... Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al imaginarme balanceándome de nuevo sobre su pecho desnudo y danzando como lobos en invierno, deseosos de algo de calor.
Pero a pesar de todos esos recuerdos, que se camuflaron en un temblor tenue de mis piernas, sentí algo, de nuevo más oscuro, un sentimiento más cruel y traicionero. Sentí otro tipo de pasión muy distinta, porque pude ver en los ojos de mi amor lo que yo, mi cuerpo y mi espíritu, podían despertar en él. Me sentí poderosa, increíblemente poderosa. Era la única en el mundo capaz de doblegar al hombre que ante mi se hallaba. Era la única que podía arrancarle el corazón a mordiscos sin levantar el más mínimo aullido en contra. Era dueña de su alma y eso me provocaba un placer inmenso.
Y ahora quizás sí conseguí mostrar una sonrisa de suficiencia.
Él se acercó a mi, lentamente. Su pecho medio desnudo, cubierto con un fino chaleco, preparado para el calor del desierto. Levantó llagas que creía cicatrizadas. Alargué mis manos hacia él. Quería tocarle, sujetarle entre mis brazos y no volver a soltarle. Olvidar las peleas, la guerra, las diferencias. No quería que me abandonase de nuevo, porque siempre que venía, traía consigo mi corazón y mi alma. La basta arena del desierto que era mi tienda se me tornó fría comparada con la temperatura que estaba alcanzando mi pecho, sólo de imaginarlo más cerca. Un paso más cerca. Un paso más.
Llegó. Al fin llegó frente a mi. Le cogí delicadamente del cuello, rodeandole con mis brazos, colgada de ese modo que tan familiar me parecía y que hacía tanto tiempo atrás. Sentí como sus manos me agarraban la cintura. Y así, nos fundimos en un abrazo eterno que me hubiera gustado que durase una eternidad más.
Nuestros pulsos se aceleraron, encontrándose juntos en un conflicto; mi corazón comenzó a correr desbocado hacia ninguna parte, mientras escuchaba los latidos del suyo, tan hermoso. Nada comparado con el mío, corrompido hacía ya mucho por las ansias de poder. Su corazón, tan rítmico, acunandome en su bella canción, arropándome en su calor. Lo había olvidado todo.
Pensaba que cuando le viese, le arrancaría el corazón con mis propias manos sin titubear ni un instante. Por el contrario, y sin haberlo previsto, ahí estaba yo, abrazándole con ansias y con amor, con pasión, deseando que me poseyera, una vez más entre tantas otras noches, con el rugido de las tormentas de arena amenazando fuera. Lo había olvidado todo. Había olvidado lo que era sentir amor por alguien, hasta desear estar muerta.
-Te he echado de menos - le dije en un susurro que sólo él podría haber oído; un pensamiento en voz alta, disparado por el olor de su piel... a fuego, a arena, a calor...
Todo parecía haberse detenido. El Dios del Tiempo parecía haber oído mi súplica y había decidido concedernos un tiempo extra antes del amanecer. Concederme una pequeña eternidad más.
No obtuve respuesta a aquel susurro, por lo menos, no la que yo esperaba.
Me soltó la cintura con suavidad, como si yo fuera lo más delicado del mundo y al dejarme libre, temiese que me rompiera. Lo hizo acariciándome la piel, que dejó carcas de fuego por donde él la rozó, quemándome bajo los huesos. Comenzó a subir, empezando por mis manos. Llegó hasta mi cuello y sus manos se enredaron en mi pelo. Inclinó la cabeza hacia mí, apretó sus cálidos labios contra los míos en un movimiento lento, tranquilo y electrizante.
Me rendí ante el deseo. Como si todavía no fuera suya. Quería que se inclinase otra vez sobre mi e intenté moverlo hacia la cama, donde tantas otras noches nos habíamos rendido el uno al otro. Pero algo en él no quería hacerlo. Algo en él, no se movió.
No eran buenas noticias lo que me transmitían aquellos movimientos de sus dulces labios, y lo comprendía cuando ya era demasiado tarde. Sabían a despedida, sabían al entrego de todo su amor, a tristeza y sobre todo, sobre todo sabían a traición. Noté cómo una de sus manos se desprendía de mi cuello, pero no me importó demasiado. Por fin estaba con él y no me importaba el resultado. Estaba cansada de luchar. ¿Qué otra cosa podría haber merecido más mi atención que su figura, que su rendición? Aunque supiera tanto a traición.
Aunque claro, en aquel momento tenía la mente nublada, estaba demasiado distraída como para saber por qué lo había hecho. En realidad lo tenía todo planeado. Tenía una estrategia y yo formaba parte tan sólo de un plan. Del plan que ellos habían trazado para él.
Lo comprendí desde el principio, pero quise creer que era una de esas miradas de siempre, que nos conducirían a abandonarnos de nuevo. Sin embargo, el atisbo real llegó demasiado tarde, cuando el frío metal había atravesado ya mi corazón, haciendo crujir las costillas. Su mano se encontraba fija en el puñal y sus labios aún besándome, tan cálidamente, como si no hubiera pasado nada en aquel triste momento.
Caí rendida a sus pies, sobre la arena, manchándola con mi sangre. Me rendí ante sus brazos, con los ojos muy abiertos, pero sin querer despegarme de él. La negrura empezaba a inundarme... perdía cada uno de mis sentidos. Poco a poco, al igual que mi sangre iba abandonado en interior de mi cuerpo, yo desaparecía. Y recuerdo que lo único de lo que podía preocuparme, era de no separarme de él.
-Te quiero - pude oír la voz que salía de sus labios. ¿Por qué había dejado de besarme? Una voz vacía, triste y sin esperanza.
Notaba como sus brazos me estrechaban entre su pecho y sus lágrimas resbalaban desde sus mejillas hasta mi cara. Cada vez menos consciente de todo y ensombreciendo mi mente con un plan que conforme pasaba el tiempo entendía menos y que sin embargo, en algún momento vi lógico.Sólo era consciente ya de sus brazos, que me acunaban en un dulce compás, de su pecho sollozando y de aquellas dos palabras que aún ronroneaban en mi oído como un bálsamo de paz.
Y eso fue lo último que oí antes de desaparecer en la eterna negrura, contemplando su rostro cálido por última vez. El rostro de mis sueños.
Me había traicionado por última vez. La primera me abandonó para luchar contra el ejército que habíamos levantado juntos. La segunda fue para parar lo que un día, él me hizo sentir de nuevo. Mi corazón.
Me alegra saber que ese último gesto, acabaría con él para siempre. Un puñal que nos mató a los dos. Y creo que ese consuelo, me hizo sonreír. Yo también le había matado a él.