Alguien llamó a mi
puerta una semana después de que ella se marchase. Mi vida, aún no había comenzado. Seguía estancada en los recuerdos. Cuando abrí la puerta, su padre
estaba delante, como una ilusión, como un sueño o más bien una pesadilla. Ella
se había ido con él. ¿Cómo podía estar su padre y no venir ella? Tenia ganas de
gritarle, de pegarle y de cerrarle la puerta en las narices. Sin embargo, algo
secreto me empujó a invitarle a pasar.
-No sé como decirte
esto… – agachó la cabeza apesadumbrado. Parecía que las lágrimas luchaban por
salir y él hacía un gran esfuerzo en contenerlas.
Le pregunté si quería
algo de beber y fui a servirle una cerveza de la cocina cuando me la pidió.
Cuando regresé, había un paquete del tamaño de una caja de zapatos, envuelta en
uno de esos papeles marrones que reparten en correos. Llevaba su letra, arriba
del todo, con un permanente negro. Su firma, su firma y esa carita que solía
ponerme en todas las cartas…
Comencé a llorar.
Tenía diecisiete años y por una vez, no me importó llorar delante de alguien
más.
-Supongo que esta es
la mejor explicación que puedo darte – se levantó y se marchó, sin siquiera
abrir la cerveza, sin esperar a que me despidiese… Simplemente, cogió la puerta
y se fue.
Yo caí rendido en el
sofá. Me hundí en él. Atónito, dolido, esperanzado... Abrí el paquete.
Efectivamente, era una caja de zapatos, era la caja de unos zapatos que le
regalé para el único cumpleaños que pasé con ella. Y ahora me los devolvía. Mi
llanto aumentó. ¿Qué había hecho mal? ¿Tanto había llegado a odiarme que no
pudo decirme la verdad?
Quité la tapa, con enfado. Dentro, pude
ver todas las cartas que le había escrito durante todo el verano: cuando se fue
una semana a París con su padre, la que le escribí cuando me fui yo la semana
siguiente a esquiar a los Alpes… y el resto de todas ellas. Conté trece. Al
menos, ella se había quedado con una: con la primera que le escribí en la que
confesaba que quería estar con ella el resto de mi vida, en la que le confesaba
mi amor incondicional, en la que suplicaba que me convirtiese en príncipe
después de toda una vida siendo un sapo… Al menos esa, se la había quedado.
También había un
montón de fotos. Suyas, mías, de los dos juntos, la que nos hicimos comiendo
con su padre y la que nos hicimos con
toda mi familia. En todas salía sonriendo, con su pelo ondeando el viento en
algunas, en otras cogiéndome la mano, pero en todas sonreía.
Y debajo de todo eso,
debajo de todo ese dolor de cartas y de fotos, había una cinta de vídeo. Creía
que ya no podía esperar nada más de aquella chica, me daba una cinta. La
inserté en el vídeo y encendí la tele. Cuando le di al play, ella inundaba la
televisión, y me hablaba. Me hablaba directamente a mí.
-Hola.
Me saludó con la mano y esa espléndida
sonrisa. Estaba en lo que parecía un hospital. Si, sin duda era un hospital. Ya
no tenía pelo. Su cabeza estaba sin pelo y sus ojos, ya no brillaban, estaba
llena de ojeras y sin embargo, me seguía pareciendo más bella que cualquier
otra.
-Siento haberme ido
sin ningún tipo de explicación. El Doctor Núñez me ha echado la bronca ¡No veas
cómo se ha puesto! Y, después de todo, ahora creo que te debo una explicación.
Ya sabes… Los mayores siempre tienen razón – puso los ojos en blanco mientras lanzaba un bufido al aire, aún con la
sonrisa.
Pero, de repente, su
sonrisa desapareció, como si nunca hubiese tenido una.
-Lamento no
habértelo comentado. ¿Sabes que me encantaba la película de “Un paseo para
recordar” y que la veíamos siempre a pesar de que a ti te pareciese una
soberana estupidez? Es el momento de explicarte por qué la veía. Esa, podría
haber sido perfectamente nuestra historia. Tú, eres mi Landon y yo habría
querido ser por más tiempo tu Jaimie. Por si no lo entiendes aún, me estoy
muriendo. Tengo una enfermedad que no se puede curar.
Y su sonrisa regresó.
Ahora que ya me había dicho lo que le pasaba, volvió a ser ella. Yo no podía
creer lo que estaba oyendo. Debía ser una broma para que ella no se sintiese
tan culpable por haberme olvidado tan rápido.
-El Doctor Núñez ya
me ha dicho que no hay remedio. Por eso he decidido hacerte esta caja y este
vídeo. Al menos así, recibes una explicación razonable, aunque si la has visto,
es porque ya no puedo darte yo la explicación en persona. No sabes cuanto lo
siento. En fin, ¿sabes de qué me di cuenta cuando estaba viendo las fotos de
nuevo? Cógelas, a ver si te das cuenta. ¡Vamos, cógelas!
Le hice caso y sujeté
las ocho fotos que me había dejado dentro.
-Seguramente no te has
dado cuenta porque aún sigues mirándome, pero lo mismo que lo haces ahora, si
desplazas tus ojitos un poco, verás que en todas, sales clavándome esa mirada
llena de amor. No hay ni una sola, en la que te fijes en el objetivo.
Vi como una lágrima,
lentamente resbalaba sobre su rostro, aún sonriente. ¿Cómo podría haber
apartado la mirada de ella? Y más cuando sabía que para la foto iba a sonreír.
-Y me gustaría darte
una última explicación. No sé si te habrás dado cuenta, pero falta una carta.
La primera que me escribiste. Me la he guardado conmigo.
La agitó sobre la
cámara para demostrarme que aún la tenía.
-Y se quedará conmigo
para siempre, porque he pedido que me incineren con ella. Espero que no te
importe, pero prefiero tener un pedazo de ti tan bonito como este descansando
junto a mí para siempre.
Hubo un silencio
enorme, en el que comenzó a llorar ya sin consuelo.
-¿Sabes? Es la
tercera vez que grabamos la cinta y es porque siempre me pongo a llorar en esta
parte. Pero ya he desistido de repetirla. Estoy cansada de decirte lo mismo
como si en vez de sentirlo, sólo estuviese leyendo un papel. Recuerda esto
último: yo te estaré viendo desde arriba y como no te olvides de mí y hagas tu
vida como si no me conocieses, bajaré solo para darte una colleja y hacer que
entres en razón. Lo cierto es que no quiero que recuerdes eso. Lo que quería
decirte, es que te quiero y siempre te querré. Lo bueno de todo esto es que
nuestro amor siempre será eterno, ¿no?
Me mandó un beso con
la mano y la cinta se acabó. Al menos ahora sabía que ella me quería y que lo
único que había pretendido era no hacerme daño. No pude hacer otra cosa que
sonreír durante el resto del día. No iba a olvidarle jamás, pero también sabía
ahora, que ella no regresaría nunca para darme esa colleja que bien dispuesto
estaba a recibir con tal de estar cerca de ella.
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