jueves, 9 de junio de 2016

Aquella maldita Canción. Primera parte: Él.

Me encontraba rodeado de gente que todavía no me había dado tiempo a conocer. Supongo que eso es lo que suele pasar cuando tu nuevo jefe, te invita a una fiesta de trabajo a pesar de que ni siquiera has completado la primera semana. No sé ni siquiera por qué se le ocurrió invitarme personalmente. Supongo que es un tema de esos de "empresa familiar".

Igual es uno de esos jefes que luego presumen delante de otros empresarios sobre que toda su plantilla está en marcación rápida de su teléfono.

Nada más entrar, lo primero que hicieron, fue entregarme una copa de lo que parecía un margarita, con su aceituna y su sombrillita azul incluidas. La acepté, de todas formas, no iba a venirme mal para quitarme esa vergüenza del primer contacto.

Lo siguiente, sólo fueron saludos y felicitaciones por parte de mis nuevos compañeros por haber entrado en tan fantástico empleo como es el de la publicidad. Pero conforme iban pasando los minutos, yo me sentía más desencajado, cada vez pintaba menos, como en esas fiestas en las que lo único que puedes hacer es observar cómo compañeros de toda la vida disfrutan, mientras tú, amargado, te sientas en el sofá a terminarte tu copa, como cuando en una fiesta de instituto invitan al marginado para meterse con él y por un golpe de suerte, se olvidan de que existe. En el fondo, no debería despreciar mi suerte.

La gente se desmadraba, los hombres se aflojaban las corbatas y se desabrochaban los primeros botones de la camisa y las mujeres se descalzaban y comenzaban a insinuarse a los guapos y solteros. Y yo, era el nuevo que no podía hacer nada de eso, aparte de sonreír cuando me tendían una nueva copa y agradecer el gesto de “haberse acordado de mí, sin meterse conmigo”.

Aburrido, me levanté de aquel sofá de cuero y me puse a explorar cada habitación, buscando una liberación de aquel lugar que a mí me parecía tan terrible y que sin embargo, parecía ser el mejor lugar del mundo en el que uno pudiera estar.

Quería hacer algo, daba igual: interesante o no. Sólo quería ocupar mi mente en algo. No lo encontré, pero decidí quedarme sentado en una de esas habitaciones, a la espera de que pasase la fiesta… o de que el alcohol que ya me había tomado, hiciese su efecto, pudiese desembarazarme de la apatía y liarla tanto como el que más, esperando que al día siguiente no tuviese un mote ridículo en la oficina.

Ninguna de las dos pasó cuando aquella canción me trasportó, alejándome del bullicio de la fiesta, que aún a través de la puerta cerrada, alcanzaba a oírse.


Sabía perfectamente qué canción era: “Can’t smile without you” de Barry Manilow. Es una de esas canciones románticas que pocas veces suelen gustarme. Pero aquella, era especial, aquella tenía un significado distinto que hacía que resultase más especial que las demás, la única especial.

Por esa canción, volví a recordar la primera vez que la vi, con su pelo rojo y sus ojos verdes, la primera vez que oí su voz, delicada al pedirme disculpas cuando se chocó conmigo en medio del pasillo del instituto, el olor de aquel perfume que alguien le había regalado, la primera vez que la besé en aquella fiesta de fin de curso, con esa misma canción de fondo, con esos pasos de baile entrecortados por la timidez. La primera vez de toda nuestra historia.

Y como esos eslabones de una cadena que siempre aprieta más fuerte de lo que te gustaría, también tuve que recordar la última vez que nos vimos, la tarde más amarga que jamás creí que viviría.

“-Tengo que irme. A mi padre le trasladan a otro lugar y he de ir con él.
-¿No puedes quedarte?
-Soy lo único que le queda.
-Y tú eres lo único que tengo.”

Recordé sus amargas lágrimas mientras el pelo, mecido por el viento que llegaba a entrar de nuevo por la ventana, iba tapándole la cara. Recordé mis súplicas en vano, mis lamentables súplicas que de nada sirvieron. La decisión estaba tomada y con ello, sólo conseguimos sufrir más que con un simple adiós. Si yo le hubiese dicho “no te quiero tanto”. Si me hubiera convencido de ello… Pero era imposible.

Recordé cómo la besé como si no fuese a alejarse de mí, sino que realmente fuese a morirse ahí mismo, en mis brazos si yo no le daba mi oxígeno. Con nuestras lenguas cruzadas en un mudo deseo que ninguno de los dos se atrevió a decir, con aquellos sentimientos inevitables. Era todo lo que tenía en mi mente, en mi vida.

Recordé el suave contacto de su piel conforme la iba desnudando, en su silencio, en sus suspiros, admiré su cuerpo por primera y última vez, deseando que no se cumpliese lo que precisamente, terminó cumpliéndose. Recordé sus caricias sobre mi también desnuda piel, sus palabras de amor, cómo pronunciaba mi nombre una y otra vez y cómo sus ojos me llamaban amor, sus fieles promesas… Un amor eterno, incondicional, sincero. Infinito.

Recordé ese trágico día. El más feliz de mi vida y por el único que ahora mismo, desearía estar muerto. Haber quedado allí con ella para siempre, abrazados.

Aún cuando la canción terminó, aún cuando la fiesta finalizó, las imágenes seguían persiguiéndome, acosándome en la oscuridad o en la luz, indiferentes al terreno de las pesadillas, al de la realidad. Seguía recordando su nombre, su olor, sus brillantes ojos, su dulce voz, su forma de acariciarme, cómo me hizo sentir… un niño y un hombre al mismo tiempo.

Cuando por fin llegué a casa, mi esposa se encontraba esperándome, despierta, a pesar del sueño que tenía, a pesar de que yo le había dicho todo lo contrario, ella había permanecido despierta hasta ahora, con una gran sonrisa en los labios de ternura y cariño, sólo para acompañarme hasta la cama en la que los dos caeríamos rendidos antes de poder hacer nada, antes incluso, de poder intercambiar un beso o una palabra.

Al verme entrar por la puerta, me abrazó con cariño. La quería y era feliz con ella, junto a ella y junto a mis hijos: mi familia, pero… nunca, desde aquella tarde, desde aquel último día que ya quedaba demasiado lejos, me he dormido sin pensar en el rostro de la única mujer a la que le entregué mi corazón y a la única que amaré con todo mí ser.

Y siempre, en el sopor de la noche, el último recuerdo, es para ella. Cuando mi mente fatigada desea rendirse al sueño… es siempre ella.

“Adiós. Siempre te amaré.”

Y me despido de su rostro una noche más, sabiendo que la noche siguiente, volveremos a encontrarnos en lo que deben ser tan solo recuerdos.

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