miércoles, 1 de noviembre de 2017

Arena.

Ya no sé los días que llevo.
El sol quizás me hace perder la cuenta.
O la deshidratación.
O el silencio.

Parece mentira, pero las ropas de los tuareg no hacen absolutamente nada. Quizás a ellos les funcione, pero a alguien como yo, acostumbrado a la ciudad, a esa humedad que cala los huesos, a esa brisa mañanera que te desoereza, desde lueco, ni con estas ropas es fácil adaptarse, aún con todos los trucos de los hombres del desierto.

Al principio, cuando llegué, estaba fascinado por el paisaje. Me parecía lo más hermoso que había visto nunca jamás en mi vida. En estos momentos, ese sentimiento de llegada, sólo es un recuerdo de mi mente. De hecho, es posible que ni siquiera lo sufriera y sólo haya sido un producto de mi imaginccion para justificar de algún modo la valía del viaje. Como mucho, un recuerdo de esos que se tiene con hastío; como cuando te das cuenta de todas las ingenuidades que descubres de cuando eras pequeño.

Pero por supuesto, con ese entusiasmo de persona nueva en un lugar, me apunté sin pensármelo  dos veces a esta travesía, que ahora veo, no fue buena idea en absoluto.

La arena castiga lo poco de mi cara que queda al descubierto. Las manos me sangran, agrietadas por la deshidratación, el sol y las riendas de cuero de mi caballo, como si fueran papel de papiro. ¿Las piernas? Podría ser un tullido y sentiría absolutamente lo mismo. La boca está pastosa, como si pudiera masticar mi saliva y la lengua ya hasta ha dejado de hormiguearme (creo que eso es mala señal). El estómago me ruge; no sé cuanto llevamos sin comer, aunque hay comida suficiente para todos. Al parecer, ni el agua ni la comida se usan de la misma forma aquí en el desierto.

No hago más que repetirme "ellos saben, sin duda, más que tú".

Ya no sé ni cual es mi destino, simplemente me dejo llevar, esperando que la arena no acabe conmigo.

Maldito paisaje.

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