viernes, 15 de enero de 2016

De nuevo, sobre estas cuatro ruedas.

Otra vez aquí, esperando en la fila para comprar un billete de autobús con destino a Alcalá de Henares, Madrid. La misma historia de una vez al mes.

Como desde hace ya un par de años, lo compro siempre a última hora. Aún recuerdo cuando en is primeros viajes (hace unos cuatro años), tenía que sacarlo por lo menos con dos semanas de antelación, para poder sentirme tranquila.

Cómo cambian las cosas. Conforme han pasado los meses, el tiempo se ha ido estrechando, y ahora me hallo aquí, con tan sólo una escasa hora para la salida del autobús. Hoy ya no soy la misma persona. Estos viajes se han convertido en un continuo en mi vida.

-Hola, muy buenas – sonrisa ante todo –. Un billete de ida y vuelta para Alcalá de Henares hoy a las 14:20 y con vuelta el domingo a las 21:25.

Cualquiera diría que después de cuatro años haciendo la ruta una vez al mes, me tendría que haber aprendido el horario, pero no. Siempre he de sacar el papelito y consultarlo. Que viaje tan a menudo no afecta a mi mala memoria.

Pago religiosamente mis 27’14€ y me retiro cogiendo en billete con un sincero “Muchas gracias” ante el “Buen viaje” de la taquillera que me ha atendido. También me acuerdo cuando el billete no valía ni 25€ y cómo poco a poco ha ido subiendo de precio. Cosas de la crisis, supongo. Eso no me ha frenado para seguir viajando.

En las fechas en las que estamos, en la estación Delicias de Zaragoza sólo tienes dos opciones para esperar el autobús: morir congelado en la dársena donde estacionará tu autocar o meterte en uno de los cubículos y esperar pacientemente la voz que anuncie tu viaje.

También he cambiado en eso. Hace cuatro años prefería pasmarme de frío, soltando vaho y tiritando, ante el miedo de que pudiera aparecer mi bus sin que yo me percatase e irse sin que yo me hubiese montado en él. Hoy, espero paciente, leyendo de mi libro electrónico, adelantando el entretenimiento reservado para el viaje.

Siempre me ha gustado observar a las personas que están conmigo en la cabina. Algunas son de aspecto simple y otras más curiosas. A menudo se mantienen conversaciones a las que no puedo evitar prestar atención, disimuladamente, escondiéndome tras mi e-book.

Sobre todo me encanta cuando hay alguna familia con niños pequeños. Me gusta la visión que tienen del mundo éstos últimos: cuando todo es jugar y divertirse y cuando están bien educados lo hacen susurrando.

Me arrancan sonrisas.

Conforme se va acercando la hora, voy recogiendo lo poco que he desplegado: los desperdicios de un breve sándwich sacado de una máquina expendedora que ahora tiraré a la basura, una botella de agua y el libro electrónico.

Salgo a las dársenas y me coloco en la fila de mi autobús. Cuando baja el conductor, ya sé lo que va a decir: “Maletas de Madrid a la derecha, el resto, a la izquierda”. El resto solemos ser Guadalajara y Alcalá de Henares; igual con un poco de suerte, alguno hay de Calatayud.

Es entonces, no obstante, cuando la gente parece volverse loca. De tanto que corren, alguno juraría que casi vuela. Si es su primer viaje, lo entendería. Yo también era así antes. Me movía con la incertidumbre de no saber qué iba a pasar. Ahora ya no. Sé que va a haber un hueco para mí y que si no, el conductor lo hará para mí. Supongo que son gajes del “oficio”.

Colocada la maleta en el sitio que corresponde, me pongo en la fila, con mi billete en la mano. Ya he mirado el asiento y ya tengo calculado mentalmente dónde me toca sentarme. Siempre prefiero ventana, pero tampoco soy de las que las piden a propósito. Hoy he tenido suerte.

-Asiento 9, muchas gracias – dice el conductor tras coger mi tique y romper un trocito para demostrar que está pasado. Con una sonrisa, claro.

Contesto con otra sonrisa y procuro subir lo más rápido para no interrumpir la maniobra de los demás.

Al llegar a mi asiento, me quito el abrigo dejándolo en el hueco de arriba y me siento. Por suerte todavía no hay nadie sentado en el lugar del pasillo, porque si no, entre que se levanta esa persona, te deja pasar y se vuelve a sentar, se forma una cola detrás interminable. Qué le vamos a hacer, cosas del directo.

Más tarde sólo me queda sacar los auriculares, desenrollarlos (porque parece que antes de salir de fábrica hacen un curso sobre “cómo hacer nudos sin causa aparente”) y enchufarlo a la radio de mi asiento. ALSA radio, sí señor.

Por delante quedan cerca de tres horas y media de viaje, de un paisaje relativamente monótono que ya tengo muy visto.

Mi compañero tarda en sentarse. Es un señor mayor, de unos 60-65 años, que poco tarda en quedarse dormido de un modo en el que da la sensación de que se va a romper el cuello con cada bache.

Y el tiempo se me hace caprichoso cuando estoy en el autobús. A momentos corre a pasos agigantados y a veces tengo que empujarle para que siga andando. No debería ser así. He madurado en todo, en estos cuatro años. Pero el tiempo no me acompaña en esto. Él hace siempre lo que quiere.

De pronto, me encuentro reflexionando sobre todo lo que ha cambiado en mi vida. En un estanque infinito del tiempo, sin que se muevan las agujas del reloj, aunque el bus avance en su ruta.

Recuerdo el primer viaje que hice, sola; aquella locura que él me propuso: “Vente, mis padres se van este puente. Tendré la casa para mí solo”. ¿Qué tenía yo en esa época? ¿18 años? Nunca me he considerado una persona inmadura, pero ahora, al echar la mirada atrás, me doy cuenta de que fui una niña enamorada. Compré el billete casi sin pensar (sólo porque él me lo había pedido) y me fui rumbo Alcalá, sin siquiera saber qué me encontraría allí.

El tiempo quiso convertirlo en costumbre. Y a Dios que doy gracias por ello.

Hoy, también he evolucionado en eso. El primer viaje lo pasé enteramente despierta, informando de por dónde iba, de qué tal estaba la cosa… Todo me emocionaba, cada nueva señal que veía con mi destino gravado, hacía que me diese un vuelco el corazón. Ahora mismo, lucho por no cerrar los párpados en una posición que me lastime. Siempre llevo mil actividades: estudio, lectura, videojuegos, y un largo etcétera. Pero todo se vuelve inútil.

Lo incómodo de viajar en autocar (bueno, y en cualquier transporte público) es que siempre te molesta la gente. O quizás es que yo no soy muy social, que todo puede ser. Siempre hay alguien chillando por el teléfono, alguien roncando, uno que ha decidido que descalzarse es lo mejor que puede hacer en un sitio cerrado, una persona que al levantarse de su asiento utiliza el tuyo para ello y hace que te tambalees… Está claro, puede que la antisocial sea yo. No lo negaré.

Pero todo pasa. Incluso esas (dudosas) interminables tres horas y media de viaje. Llega. Ese momento en el que miras por la ventanilla y puedes atisbar tu parada a lo lejos, viendo a un montón de personas esperando en ella, sabiendo que una de esas figuras te está esperando exclusivamente a ti, para pasar un fin de semana aunque sea, unos pocos días que compensan tanto la distancia que hay entre vosotros.

¿Puede existir tanta ilusión en llegar a tu destino? A pesar de que hayan pasado los años, el corazón siempre se me acelera, sabiendo que por fin he llegado, sabiendo que ha merecido la pena todo el rato sentada, dormida, leyendo o haciendo mil cosas.

Bajar lo más rápido posible (más incluso de lo que te permiten tus piernas), con el corazón tan acelerado que se te olvida que habías traído maleta, y lo mejor de todo, poder, por fin, lanzarte a sus brazos como si no hubiese nadie más en el lugar. Descubrir que nada ha cambiado, que todo sigue igual y que seguirá igual que el primer día entre vosotros dos, por mucho que tú mismo hayas cambiado, evolucionado o como quieras llamarlo.

Y no hay nada que valga más para mí que eso.

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